El poder de las flores

Nunca he vivido en una casa con jardín, ni con una terraza decorada con flores o un alféizar de la ventana con plantas. Ni siquiera en alguna estancia, como mucho inmortalizadas en algún cuadro de la pared del pasillo. Mi relación con las flores ha sido siempre fugaz, recuerdo las hortensias silvestres bañadas por el rocío de mis veranos de infancia en Galicia. En cambio, las flores siempre han estado presentes en momentos significativos: cumpleaños, aniversarios, graduaciones y fallecimientos.

Hace poco tuve una crisis vital, algo que no me esperaba, no entendía y que me nublaba la vista (metafóricamente hablando). Esta situación, sumada a más factores hacía que me costase estar en el presente y disfrutar, especialmente de las cosas pequeñas. 

Una tarde paseando por la calle con mi madre, me llamarón la atención unas flores blancas con el centro naranja. Estaban muy erguidas y plantadas en una maceta rosa. Se encontraban expuestas en el exterior de una floristería y me acerqué para admirarlas mejor. Mi madre me dijo “si te gustan, te las regalo”. Por supuesto que me gustaban. Le pregunté al florista por el nombre de las flores, me respondió: “narcisos”. Acudí a la sabiduría de Google para conocer más sobre este tipo de flor con la que había tenido un flechazo instantáneo. Uno de los primeros resultados contaba el mito de Narciso – aquel hombre rompecorazones, bellísimo que se enamoró de su propio reflejo en el agua, intentando atraparlo, murió ahogado y en ese mismo lugar nació la flor a la que se le debe su nombre- . También explicaba que el narciso tiene diferentes significados según su cultura. En Occidente, se asocia con la primavera, la alegría y los nuevos comienzos y se considera un símbolo de belleza, amor propio y renacimiento. En la cultura oriental, los narcisos se asocian con la buena suerte y la fortuna. Fuese o no casualidad, me sentí muy identificada con estos significados y con la esperanza de que al elegirlas atrajese a ese renacimiento vital y amor propio.

Además, he invadido mi salón con flores y plantas, cuatro pequeños cactus, cada uno con una morfología diferente, unas orquídeas blancas con manchas moradas – me llevan acompañando desde hace tres meses-, una planta tropical de cuyo nombre impronunciable no logro acordarme y unos tulipanes con tonos de un atardecer anaranjado. Me atrevo a decir -más bien a escribir- que su presencia está siendo una influencia positiva en mi evolución para sentirme mejor y más presente.

En general, queremos que las flores duren. Les ponemos agua, les cortamos los tallos en diagonal o intentamos alejarlas de la luz directa del sol. Pero muchas veces, se marchitan igual. Entonces viene esa sensación de “soy un desastre cuidándolas”, como si hubiera algo negativo en no poder hacerlas durar más tiempo. Pero tal vez, no se trata de eso. En el programa de Drew Barrymore, el decorador floral, Kristen Griffith-VanderYacht dijo algo que se me quedó grabado: “Las flores no están para durar. Su trabajo es ayudarnos a mantenernos en el presente.” Qué liberador pensar que su valor no está en cuánto resisten, sino en lo que despiertan mientras están aquí. En cómo nos obligan a frenar un segundo, a mirar, a respirar. Simplemente a estar.

A veces nos perdemos buscando lo grande, lo importante, lo urgente… y olvidamos que lo esencial suele estar ahí, quieto, esperando. En un pétalo, en un aroma, en un momento… Nos deberíamos de parar más a oler las flores. Porque a veces, solo eso basta para sentir que seguimos aquí.

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